El día de mi muerte lucía un sol radiante. Un día magnífico. Ni una nube y un cielo azul intenso, de los que casi duele mirar. La vista desde aquí arriba era bella, impresionante. La torre de la Catedral a mi lado, muy cerca. Al fondo, el puerto. Abajo un enjambre de calles bulliciosas de gente y de coches. En la terraza de un hotel cercano una pareja tomaba el sol al lado de la piscina, leyendo un libro.
La última vez que la vi estaba ya subida en el coche. Bajó la ventanilla y me llamó.
– Dime preciosa ¿Qué quieres? – Dije, asomándome a la puerta de la calle.
– Nada. Quédate ahí. Déjame verte.
– ¿Ya?- Sonreí.
– Sí, son mis dos segundos de cielo.
Después subió la ventanilla, dio marcha atrás hasta salir a la calle principal y desapareció para siempre. De Tráfico me llamaron a la hora de comer, no voy a dar los detalles de algo que sucede todos los días. Las cosas pasan, casi siempre a otros y a veces a ti, simplemente.
Un barco crucero enorme se acercaba lentamente al puerto. Pensé que cuando llegara a atracar yo ya no existiría, y eso no me produjo alegría ni tristeza, ya estaba emocionalmente muerto desde mucho antes. El aire era limpio y fresco. La brisa en la cara me recordaba que aún seguía vivo. Pensé en ella, alejándose sonriendo a través del parabrisas. Di un paso y salté, así de sencillo.
Fue rápido y letal, apenas sufrí. Unos dos segundos de cielo y veinte metros de caída.